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Después de esto, la persecución de Maximino, que irrumpió en esa época, se abatió sobre la Iglesia. Cuando los santos mártires fueron llevados a Alejandría, él también dejó su celda y los siguió, diciendo: "vayamos también nosotros a tomar parte en el combate si somos llamados, o a ver a los combatientes". Tenía el gran deseo de sufrir el martirio, pero como no quería entregarse a sí mismo, servía a los confesores de la fe en las minas y en las prisiones. Se afanaba en el tribunal, estimulando el celo de los mártires cuando los llamaban, y recibiéndolos y escoltándolos cuando iban a su martirio, quedando junto a ellos hasta que expiraban. Por eso el juez, viendo su intrepidez y la de sus compañeros y su celo en estas cosas, dio orden de que ningún monje apareciera en el tribunal o estuviera en la ciudad. Todos los demás pensaron conveniente esconderse ese día, pero Antonio se preocupó tan poco de ello que lavó sus ropas y al día siguiente se colocó al frente de todos, en un lugar prominente, a vista y presencia del prefecto. Mientras todos se admiraban y el prefecto mismo lo veía al acercarse con todos los funcionarios, el estaba ahí de pie, sin miedo, mostrando el espíritu anhelante característico de nosotros los cristianos. Como lo expresé antes, oraba para que también él pudiera ser martirizado, y por eso se apenaba por no haberlo sido.
Pero el Señor cuidaba de él para nuestro bien y para el bien de otros, a fin de que pudiera se maestro de la vida ascética que él mismo había aprendido en las Escrituras. De hecho, muchos, sólo con ver su actitud, se convirtieron en celosos seguidores de su modo de vida. De nuevo, por eso, continuó con su costumbre, de ir al servicio de los confesores de la fe y, como si estuviera encadenado con ellos (Hb 13,3), se agotó en su afán por ellos.
Cuando finalmente la persecución cesó y el obispo Pedro, de santa memoria, hubo sufrido el martirio, se fue y volvió a su celda solitaria, y ahí fue mártir cotidiano en su conciencia, luchando siempre las batallas de la fe. Practicó una vida ascética llena de celo y más intensa. Ayunaba continuamente, su vestidura era de pelo la interior y de cuero la exterior, y la conservó hasta el día de su muerte. Nunca bañó su cuerpo para lavarse, ni tampoco lavó sus pies ni se permitió meterlos en el agua sin necesidad. Nadie vio su cuerpo desnudo hasta que murió y fue sepultado.
Vuelto a la soledad, determinó un período de tiempo durante el cual no saldría ni recibiría a nadie. Entonces un oficial militar, un cierto Martiniano, llegó a importunar a Antonio: tenía una hija a la molestaba el demonio. Como persistía ante él, golpeado a la puerta y rogando que saliera y orara a Dios por su hija, Antonio no quiso salir sino que, usando una mirilla le dijo: "Hombre ¿por qué haces todo ese ruido conmigo?. Soy un hombre tal como tú. Si crees en Cristo a quien yo sirvo, ándate y como eres creyente, ora a Dios y se te conceder ". Ese hombre se fue y creyendo e invocando a Cristo, y su hija fue librada del demonio. Muchas otras cosas hizo también el Señor a través de él, según la palabra: "Pidan y se les dará" (Lc 11,9). Muchísima gente que sufría, dormía simplemente fuera de su celda, ya que él no quería abrirle la puerta, y eran sanados por su fe y su sincera oración.
IndiceIndiceCuando se vio acosado por muchos e impedido de retirarse como eran su propósito y su deseo, e inquieto por lo que el Señor estaba obrando a través de él, pues podía transformarse en presunción, o alguien podía estimarlos más de lo que convenía, reflexionó y se fue hacia la Alta Tebaida, a un pueblo en el que era desconocido. Recibió pan de los hermanos y se sentó a la orilla del río, esperando ver un barco que pasara en el que pudiera embarcarse y partir. Mientras estaba así aguardando, se oyó una voz desde arriba: "Antonio, ¿a dónde vas y porque?".
No se desorientó sino que, habiendo escuchado a menudo tales llamadas, contestó: "Ya que las multitudes no me permiten estar solo, quiero irme a la Alta Tebaida, porque son muchas las molestias a las que estoy sujeto aquí, y sobre todo porque me piden cosas más allá de mi poder". "Si subes a la Tebaida", dijo la voz, "o si, como también pensaste, bajas a la Bucolia, tendrás más, sí, el doble más de molestias que soportar. Pero si realmente quieres estar contigo mismo, entonces vete al desierto interior".
Pero, dijo Antonio, ¿quién me mostrará el camino?. Yo no lo conozco. De repente le llamaron la atención unos sarracenos que estaban por tomar aquella ruta. Acercándose, Antonio les pidió ir con ellos al desierto. Ellos le dieron la bienvenida como por orden de la Providencia. Y viajó con ellos tres días y tres noches y llegó a una montaña muy alta. Al pie de la montaña había agua, clara como el cristal, dulce y muy fresca. Extendiéndose desde allí había una llanura y unos cuantos datileros.
Antonio, como inspirado por Dios, quedó encantado por el lugar, porque esto fue lo que quiso decir Quien habló con el a la orilla del Río. Comenzó por conseguir algunos panes de sus compañeros de viaje y se quedo sólo en la montaña, sin ninguna compañía. En adelante, miró este lugar como si hubiera encontrado su propio hogar. En cuanto a los sarracenos, notando el entusiasmo de Antonio, hicieron del lugar un punto de sus travesías, y estaban contentos de llevarle pan. También los datileros le daban un pequeño y frugal cambio de dieta. M s tarde, los hermanos, se las ingeniaron para mandarle pan. Antonio, sin embargo, viendo que el pan les causaba molestias porque tenían que aumentar el trabajo que ya soportaban, y queriendo mostrar consideración a los monjes en esto, reflexionó sobre el asunto y pidió a algunos de sus visitantes que les trajeran un azadón y un hacha y algo de grano.
Cuando se lo trajeron, se fue al terreno cerca de la montaña, y encontrando un pedazo adecuado, con abundante provisión de agua de la vertiente, lo cultivo y sembró. Así lo hizo cada año y les suministraba su pan. Estaba feliz de que con eso no tenía que molestar a nadie, y con todo trataba de no ser carga para otros. Pero más tarde, viendo que de nuevo llegaba gente a verlo, comenzó también a cultivar algunas hortalizas, a fin de que sus visitantes tuvieran algo más para restaurar sus fuerzas después del viaje tan cansado y pesado.
Al comienzo, los animales del desierto que venían a beber agua le dañaban los sembrados de la huerta. Entonces atrapó a uno de los animales, lo retuvo suavemente y les dijo a todos: " ¿Por qué me hacen perjuicio si yo no les haga nada a ninguno de ustedes? ¡Váyanse, y en el nombre del Señor no se acerquen otra vez a estas cosas!". Y desde ese entonces, como atemorizados por sus órdenes, no se acercaron al lugar.
Así estuvo sólo en la Montaña Interior, dando su tiempo a la oración y a la práctica de la vida ascética. Pero los hermanos que fueron en su busca, le rogaron que les permitiera llegar cada mes y llevarle aceitunas, legumbres y aceite, puesto que ya ahora era anciano.
De sus visitantes hemos sabido cuantos combates tuvo que soportar mientras vivió ahí, "no contra carne y sangre", como está escrito (Ef 6,12), sino en lucha con los demonios. Pues también allí oyeron tumultos y muchas voces y clamor como de armas. De noche vieron la montaña llenarse de vida con bestia salvajes. Lo vieron también peleando como también con enemigos visibles, y orando contra ellos. A uno que lo visitó, le habló palabras de aliento mientras el mismo se mantenía firme en la contienda, de rodillas y orando al Señor. Era realmente notable que, sólo como estaba en ese despoblado, nunca desmayase frente a los ataques de los demonios, ni tampoco con todos los animales y reptiles que había, tuviese miedo de su ferocidad. Como está en la escritura, él realmente "confiaba en el Señor como el monte Sión (Sal 124,l), con nimo inquebrantable e intrépido. Así los demonios más bien huían de él, y los animales salvajes hicieron la paz con él, como está escrito (Job 5,23)
El malo puso estrecha guardia sobre Antonio y rechinó sus dientes contra él, como dice David en el salmo (Sal 34,16), pero Antonio fue animado por el Salvador, quedando sin ser dañado por esa villanía y sutil estrategia. Le envió bestias salvajes mientras estaba en sus vigilias nocturnas, y en plena noches todas las hienas del desierto salieron de sus guaridas y lo rodearon. Teniéndolo en medio, abrían sus fauces y amenazaban morderlo. Pero él, conociendo bien las mañas del enemigo, les dijo: "Si han recibido poder para hacer esto contra mí, estoy dispuesto a ser devorado; pero si han sido enviadas por los demonios, váyanse inmediatamente porque soy servidor de Cristo". En cuanto Antonio dijo esto, huyeron como azotados por el látigo de esa palabra.
Pocos días después, mientras estaba trabajando –porque el trabajo formaba parte de su propósito–, alguien llegó a la puerta y tiró la cuerda con que trabajaba (estaba haciendo canastos, que daba a sus visitantes en cambio por lo que le traían). Se levantó y vio a un monstruo que parecía hombre hasta los muslos, pero con piernas y pies de asno. Antonio hizo simplemente la señal de la cruz y dijo: "Soy servidor de Cristo. Si has sido enviado contra mí aquí estoy". Pero el monstruo con sus demonios huyó tan rápido, que su misma rapidez lo hizo caer y murió. La muerte del monstruo vino a significar el fracaso de los demonios: hicieron cuanto pudieron porque se fuera del desierto y no pudieron.
Una vez los monjes le pidieron que regresara donde ellos y pasara algún tiempo visitándolos a ellos y sus establecimientos. Hizo el viaje con los monjes que vinieron a su encuentro. Un camello había cargado con pan y agua, ya que en todo ese desierto no hay agua, y la única agua potable estaba en la montaña de donde habían salido y en donde estaba su celda. Yendo de camino se acabó el agua, y estaban todos en peligro cuando el calor es mas intenso. Anduvieron buscando y volvieron sin encontrar agua. Ahora estaban demasiado débiles para poder caminar siquiera. Se echaron al suelo y dejaron que el camello se fuera, entregándose a la desesperación.
Entonces el anciano, viendo el peligro en que todos estaban, se llenó de aflicción. Suspirando profundamente, se apartó un poco de ellos. Entonces se arrodilló, extendió sus manos y oró. Y de repente el Señor hizo brotar una fuente donde estaba orando, de modo que todos pudieron beber y refrescarse. Llenaron sus odres y se pusieron a buscar el camello hasta que lo encontraron, sucedió que el cordel se había enredado en una piedra y había quedado sujeto. Lo llevaron a abrevar y, cargándolo con los odres, concluyeron su viaje sin más deterioros ni accidentes.
Cuando llegó a las celdas exteriores, todos le dieron una cordial bienvenida, mirándolo como a un padre. El, por su parte, como trayéndoles provisiones de su montaña, los entretenía con su narraciones y les comunicaba su experiencia práctica. Y de nuevo hubo alegría en las montañas y anhelos de progreso, y el consuelo que viene de una fe común (Rm 1,12). También se alegró de contemplar el celo de los monjes y al ver a su hermana que había envejecido en su vida de virginidad, siendo ella misma guía espiritual de otras vírgenes.
IndiceIndiceDespués de algunos días volvió a su montaña. Desde entonces muchos fueron a visitarlo, entre ellos muchos llenos de aflicción, que arriesgaban el viaje hasta él. Para todos los monjes que llegaban donde él, tenía siempre el mismo consejo: poner su confianza el Señor y amarlo, guardarse a sí mismo de los malos pensamientos y de los placeres de la carne, y no ser seducido por el estómago lleno, como está escrito en los Proverbios (Prov 24,15). Debían huir de la vanagloria y orar continuamente; cantar salmos antes y después del sueño; guardar en el corazón los mandamientos impuestos en las Escrituras y recordar los hechos de los santos, de modo que el alma, al recordar los mandamientos, pueda inflamarse ante el ejemplo de su celo. Les aconsejaba sobre todo recordar siempre la palabra del apóstol: "Que el sol no se ponga sobre tu ira" (Ef 4,26), y a considerar estas palabras como dichas de todos los mandamientos: el sol no debe ponerse no sólo sobre la ira sino sobre ningún otro pecado.
Es enteramente necesario que el sol no condene por ningún pecado de día, ni la luna por ninguna falta o incluso pensamiento nocturno. Para asegurarnos de esto, es bueno escuchar y guardar lo que dice el apóstol: "Júzguense y pruébense ustedes mismos" (2 Co 13,5). Por eso cada uno debe hacer diariamente un examen de lo que ha hecho de día y de noche; si ha pecado, deje de pecar; si no ha pecado, no se jacte por ello. Persevere mas bien en la practica de lo bueno y no deje de estar en guardia. No juzgue a su prójimo ni se declare justo él mismo, como dice el santo apóstol Pablo, "Hasta que venga el Señor y saque a luz lo que está escondido" (1 Co 4,5; Rm 2,16). A menudo no tenemos conciencia de lo que hacemos; nosotros no lo sabemos, pero el Señor conoce todo. Por eso dejémosle el juicio a El, compadezcámonos mutuamente y "llevemos los unos las cargas de los otros" (Ga 6,2). Juzguémonos a nosotros mismo y, si vemos que hemos disminuido, esforcémonos con toda seriedad para reparar nuestra deficiencia. Que esta observación sea nuestra salvaguardia con el pecado: anotemos nuestras acciones e impulsos del alma como si tuviéramos que dar un informe a otro; pueden estar seguros que de pura vergüenza de que esto se sepa, dejaremos de pecar y de seguir teniendo pensamientos pecaminosos. ¿A quién le gusta que lo vean pecando? ¿Quién habiendo pecado, no preferiría mentir, esperando escapar así a que lo descubran? Tal como no quisiéramos abandonarnos al placer a vista de otros, así también si tuviéramos que escribir nuestros pensamientos para decírselos a otro, nos guardaríamos muchos de los malos pensamientos, de vergüenza de que alguien los supiera. Que ese informe escrito sea, pues, como los ojos de nuestros hermanos ascetas, de modo que al avergonzarnos al escribir como si nos estuvieran viendo, jamás nos demos al mal. Moldeándonos de esta manera, seremos capaces de llevar a nuestro cuerpo a obedecernos (1 Co 9,27), para agradar al Señor y pisotear las maquinaciones del enemigo.
Estos eran los consejos a los visitantes. Con los que sufrían se unía en simpatía y oración, y a menudo y en muchos y variados casos, el Señor escuchó su oración. Pero nunca se jactó cuando fue escuchado, ni se quejó cuando no lo fue. Siempre dio gracias al Señor, y animaba a los sufrientes a tener paciencia y a darse cuenta de que la curación no era prerrogativa suya ni de nadie, sino sólo de Dios, que la obra cuando quiere y a quienes El quiere. Los que sufrían se satisfacían con recibir las palabras del anciano como curación, pues aprendían a tener paciencia y a soporta el sufrimiento. Y los que eran sanados, aprendían a dar gracias no a Antonio sino sólo a Dios.
Había, por ejemplo, un hombre llamado Frontón, oriundo de Palatium. Tenía una horrible enfermedad: Se mordía continuamente la lengua y su vista se le iba acortando. Llegó hasta la montaña y le pidió a Antonio que rogara por él. Oró y luego Antonio le dijo a Frontón " Vete, vas a ser sanado". Pero el insistió y se quedó durante días, mientras Antonio seguía diciéndole: "No te vas a sanar mientras te quedes aquí y cuando llegues a Egipto verás en ti el milagro". El hombre se convenció por fin y se fue, al llegar a la vista de Egipto desapareció su enfermedad. Sanó según las instrucciones que Antonio había recibido del Señor mientras oraba.
Una niña de Busiris en Trípoli padecía de una enfermedad terrible y repugnante: una supuración de ojos, nariz y oídos se transformaba en gusanos cuando caía al suelo. Además su cuerpo estaba paralizado y sus ojos eran defectuosos. Sus padres supieron de Antonio por algunos monjes que iban a verlo, y teniendo fe en el Señor que sanó a la mujer que padecía hemorragia ( Mt 9,20), les pidieron que pudieran ir con su hija. Ellos consintieron. Los padres y la niña quedaron al pie de la montaña con Pafnucio, el confesor y monje. Los demás subieron, y cuando se disponían a hablarle de la niña, el se les adelantó y les dijo todo sobre el sufrimiento de la niña y de como había hecho el viaje con ellos. Entonces cuando le preguntaron si esa gente podía subir, no se los permitió y sino que dijo: "Vayan y, si no ha muerto, la encontrar n sana. No es ciertamente mérito mío que ella halla querido venir donde un infeliz como yo; no, en verdad; su curación es obra del Salvador que muestra su misericordia en todo lugar a los que lo invocan. En este caso el Señor ha escuchado su oración, y su amor por los hombres me ha revelado que curar la enfermedad de la niña donde ella está". En todo caso el milagro se realizó: cuando bajaron, encontraron a los padres felices y a la niña en perfecta salud.
Sucedió que cuando los hermanos estaban en viaje hacia él, se les acabó el agua durante el viaje; uno murió y el otro estaba a punto de morir. Ya no tenía fuerzas para andar, sino que yacía en el suelo esperando también la muerte. Antonio, sentado en la montaña, llamó a dos monjes que estaban casualmente sentados allí, y los apremió a apresurarse: "Tomen un jarro de agua y corran abajo por el camino a Egipto; venían dos, uno acaba de morir y el otro también morir a menos que ustedes se apuren. Recién me fue revelado esto en la oración". Los monjes fueron y hallaron a uno muerto y lo enterraron. Al otro lo hicieron revivir con agua y lo llevaron hasta el anciano. La distancia era de un día de viaje. Ahora si alguien pregunta porque no habló antes de que muriera el otro, su pregunta es injustificada. El decreto de muerte no pasó por Antonio sino por Dios, que la determinó para uno, mientras que revelaba la condición del otro. En cuanto a Antonio, lo único admirable es que, mientras estaba en la montaña con su corazón tranquilo, el Señor les mostró cosas remotas.
En otra ocasión en que estaba sentado en la montaña y mirando hacia arriba, vio en el aire a alguien llevado hacia lo alto entre gran regocijo entre otros que le salían al encuentro. Admirándose de tan gran multitud y pensando que felices eran, oró para saber que era eso. De repente una voz se dirigió a él diciéndole que era el alma de un monje Ammón de Nitria, que vivió la vida ascética hasta edad avanzada. Ahora bien, la distancia entre Nitria a la montaña donde estaba Antonio, era de trece días de viaje. Los que estaban con Antonio, viendo al anciano tan extasiado, le preguntaron que significaba y el les contó que Ammón acababa de morir.
Este era bien conocido, pues venía ahí a menudo y muchos milagros fueron logrados por su intermedio. El que sigue es un ejemplo: "Una vez tenía que atravesar el río Licus en la estación de las crecidas; le pidió a Teodor que se le adelantara para que no se vieran desnudos uno a otro mientras cruzaban el río a nado. Entonces cuando Teodor se fue, el se sentía todavía avergonzado por tener que verse desnudo él mismo. Mientras estaba así desconcertado y reflexionando, fue de repente transportado a la otra orilla. Teodoro, también un hombre piadoso, salió del agua, y al ver al otro lado al que había llegado antes que él y sin haberse mojado se aferró a sus pies, insistiendo que no lo iba a soltar hasta que se lo dijera. Notando la determinación de Teodoro, especialmente, después de lo que le dijo, él insistió a su vez para que no se lo dijera a nadie hasta su muerte, y así le reveló que fue llevado y depositado en la orilla, que no había caminado sobre el agua, ya que sólo esto es posible al Señor y a quienes El se lo permite, como lo hizo en el caso del apóstol Pedro (Mt 14,29). Teodoro relató esto después de la muerte de Ammón.
Los monjes a los que Antonio les habló sobre la muerte de Ammón, se anotaron el día, y cuando, un mes después, los hermanos volvieron desde Nitria, preguntaron y supieron que Ammón se había dormido en el mismo día y hora en que Antonio vio su alma llevada hacia lo alto. Y tanto ellos como los otros quedaron asombrados ante la pureza del alma de Antonio, que podía saber de inmediato lo que había pasado trece días antes y que era capaz de ver el alma llevada hacia lo alto.
En otra ocasión, el conde Arquelao lo encontró en la montaña Exterior y le pidió solamente que rezara por Policracia, la admirable virgen de Laodicea, portadora de Cristo. Sufría mucho del estómago y del costado a causa de su excesiva austeridad, y su cuerpo estaba reducido a gran debilidad. Antonio oró y el conde anotó el día en que hizo oración. Cuando volvió a Laodicea, encontró sana a la virgen. Preguntando cuando se vio libre de su debilidad, sacó el papel donde había anotado la hora de la oración. Cuando le contestaron, inmediatamente mostró su anotación en el papel, y todos se asombraron al reconocer que el Señor la había sanado de su dolencia en el mismo momento en que Antonio estaba orando e invocando la bondad del Salvador en su ayuda.
En cuanto a sus visitantes, con frecuencia predecía su venida, días y a veces un mes antes, indicando la razón de su visita. Algunos venían sólo a verlo, otros a causa de sus enfermedades, y otros, atormentados por los demonios. Y nadie consideraba el viaje demasiado molesto o que fuera tiempo perdido; cada uno volvía sintiendo que había recibido ayuda. Aunque Antonio tenía estos poderes de palabra y visión, sin embargo suplicaba que nadie lo admirara por esta razón, sino mas bien admirara al Señor, porque El nos escucha a nosotros, que sólo somos hombres, a fin de conocerlo lo mejor que podamos.
En otra ocasión había bajado de nuevo para visitar las celdas exteriores. Cuando fue invitado a subir a un barco y orar con los monjes, sólo él percibió un olor horrible y sumamente penetrante. La tribulación dijo que había pescado y alimento salado a bordo y que el olor venía de eso, pero él insistió que el olor era diferente. Mientras estaba hablando, un joven que tenía un demonio y había subido a bordo poco antes como polizón, de repente soltó un chillido. Reprendido en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, el demonio se fue y el hombre volvió a la normalidad; todos entonces se dieron cuenta de que el hedor venía del demonio.
Otra vez un hombre de rango fue donde él, poseído de un demonio. En este caso el demonio era tan terrible que el poseso no estaba consciente de que iba hacia Antonio. Incluso llegaba a devorar sus propios excrementos. El hombre que lo llevó donde Antonio le rogó que orara por él. Sintiendo compasión por el joven, Antonio oró y pasó con él toda la noche. Hacia el amanecer el joven de repente se lanzó sobre Antonio y le dio un empujón. Sus compañeros se enojaron ante eso, pero Antonio dijo: "No se enojen con el joven, porque no es él el responsable sino el demonio que está en él. Al ser increpado y mandado irse a lugares desiertos, se volvió furioso e hizo esto. Den gracias al Señor, porque el atacarme de este modo es una señal de la partida del demonio". Y en cuanto Antonio dijo esto, el joven volvió a la normalidad. Vuelto en sí se dio cuenta donde estaba, abrazó al anciano y dio gracias a Dios.
Son numerosas las historias, por lo demás todas concordes, que los monjes han trasmitido sobre muchas otras cosas semejantes que él obró. Y ellas, sin embargo, no parecen tan maravillosas como otras aún más maravillosas. Un a vez, por ejemplo, a la hora nona, cuando se puso de pie para orar antes de comer, se sintió transportado en espíritu y, extraño es decirlo, se vio a sí mismo y se hallara fuera de sí mismo y como si otros seres lo llevaran en los aires. Entonces vio también otros seres terribles y abominables en el aire, que le impedían el paso. Como sus guías ofrecieron resistencia, los otros preguntaron con qué pretexto quería evadir su responsabilidad ante ellos. Y cuando comenzaron ellos mismos a tomarles cuentas desde su nacimiento, intervinieron los guías de Antonio: "Todo lo que date desde su nacimiento, el Señor lo borró; pueden pedirle cuentas desde cuando comenzó a ser monje y se consagró a Dios. Entonces comenzaron a presentar acusaciones falsas y como no pudieron probarlas, tuvieron que dejarle libre el paso. Inmediatamente se vio así mismo acercándose –a lo menos, así le pareció– y juntándose consigo mismo, y así volvió Antonio a la realidad.
Entonces, olvidándose de comer, pasó todo el resto del día y toda la noche suspirando y orando. Estaba asombrado de ver contra cuantos enemigos debemos luchar y qué trabajos tiene uno para poder abrirse paso por los aires. Recordó que esto es lo que dice el apóstol: "De acuerdo al príncipe de las potencias del aire" (Ef 2,2). Ahí está precisamente el poder del enemigo, que pelea y trata de detener a los que intentan pasar. Por eso el mismo apóstol da también su especial advertencia: "Tomen la armadura de Dios que los haga capases de resistir en el día malo" (Ef 6,13), y "no teniendo nada malo que decir de nosotros el enemigo, pueda ser dejado en vergüenza" (Tt 2,8). Y los que hemos aprendido esto, recordemos lo que el mismo apóstol dice: "No sé si fue llevado con cuerpo o sin él, Dios lo sabe" (2 Co 2,12). Pero Pablo fue llevado al tercer cielo y escuchó "palabras inefables" (2 Co 12,2.4), y volvió, mientras que Antonio se vio a sí mismo entrando en los aires y luchando hasta que quedó libre.
En otra ocasión tuvo este favor de Dios. Cuando solo en la montaña y reflexionando, no podía encontrar alguna solución, la Providencia se la revelaba en respuesta a su oración; el santo varón era, con palabras de la Escritura, "Enseñado por Dios" (Is 54,13; Jn 6,45; 1 Ts 4,9). Así favorecido, tuvo una vez una discusión con unos visitantes sobre la vida del alma y qué lugar tendría después de la vida. A la noche siguiente le llegó un llamado desde lo alto: "¡Antonio, sal fuera y mira!". El salió, pues distinguía los llamados que debía escuchar, y mirando hacia lo alto vio una enorme figura, espantosa y repugnante, de pie, que alcanzaba las nubes, y además vio ciertos seres que subían como con alas. La primera figura extendía sus manos, y algunos de los seres eran detenidos por ella, mientras otros volaban sobre ella y, habiéndola sobrepasado, seguían ascendiendo sin mayor molestia. Contra ella el monstruo hacía rechinar sus dientes, pero se alegraba por los otros que habían caído. En ese momento una voz se dirigió a Antonio: "¡Comprende la visión!" (Dn 9,23). Se abrió su entendimiento (Lc 24,45) y se dio cuenta que ese era el paso de las almas y de que el monstruo que allí estaba era el enemigo, en envidioso de los creyentes. Sujetaba a los que le correspondían y no los dejaba pasar, pero a los que no había podido dominar, tenía que dejarlo pasar fuera de su alcance.
Habiéndolo visto esto y tomándolo como advertencia, luchó aún más para adelantar cada día lo que le esperaba.
No tenía ninguna inclinación a hablar a cerca de estas cosas a la gente. Pero cuando había pasado largo tiempo en oración y estado absorto en toda esa maravilla, y sus compañeros insistían y lo importunaban para que hablara, estaba forzado a hacerlo. Como padre no podía guardar un secreto ante sus hijos. Sentía que su propia conciencia era limpia y que contarles esto podría servirles de ayuda. Conocerían el buen fruto de la vida ascética, y que a menudo las visiones son concedidas como compensación por las privaciones.
IndiceIndiceEra paciente por disposición y humilde de corazón. Siendo hombre de tanta fama, mostraba, sin embargo, el más profundo respeto a los ministros de la Iglesia, y exigía que a todo clérigo se le diera más honor que a él. No se avergonzaba de inclinar su cabeza ante obispos y sacerdotes. Incluso si algún di cono llegaba donde él a pedirle ayuda, conversaba con él lo que fuera provechoso, pero cuando llegaba la oración le pedía que presidiera, no teniendo vergüenza de aprender. De hecho, a menudo planteó cuestiones inquiriendo los puntos de vista de sus compañeros, y si sacaba provecho de lo que el otro decía, se lo agradecía.